Esferas-8
La esfera abierta
Roma construye dos esferas: El Coliseo y la
Rotonda de Adriano.
El Coliseo es una esfera cerrada, es la esfera de
la muerte, en ella se escenifica exultantemente la conciencia contingente, un
espectáculo donde la vida depende de la casualidad. La recompensa para el
público es sentirse vivo, al menos por ahora. En el circo se encuentra el
monumento a la Victoria que preside el drama de la muerte, aquí se evidencia la
violencia como el combustible básico de la historia, pero no es ninguna máquina
metafórica, es un consolador para las masas que proporciona el placer de
constatar que uno todavía está vivo. Su cerrazón es distinta al cerrado templo
oscuro, vivienda del dios y de camino caja de caudales o a las recónditas y
cerradas tumbas penetrar en las cuales es un crimen penado con la muerte.
La Rotonda es una esfera abierta, es un espacio
liberado y terapéuticamente liberador. Al construir la esfera se supera el dios
local y surge una dimensión superior, una especie de meta-dios, el dios único,
que con la naturalidad que proporciona la costumbre es representado de forma
idónea por la esfera, símbolo del Todo y de lo Único, icono de la Perfección, la
cual además, por economía asociativa, es ideal para representar el poder
imperial. La esfera simboliza una idea de poder sintética, tiene dos centros: dios
y emperador. Más de cerca ese sistema binario se descubre como único y
representa, sin más, el principio de autoridad o inversamente el principio de
servidumbre.
Pero ¿qué extraña megalomanía auto-culpable y paranoica
lleva a Adriano a abrir la esfera? ¿Su alma de poeta quería ir más allá,
secretamente, del rígido sistema conseguido de poder-sumisión y anhelaba una
ascensión trascendente o una bajada de los cielos de alguna oportunidad
salvadora?
El templo a los dioses del destino (los planetas
que dirigen la vida de los hombres) está vacío. La Rotonda es una esfera de
poder con subsistencia milenaria pero no encierra un clima, su clima interior
es el clima exterior. Sin embargo, la apertura proporciona a la esfera la
cualidad de máquina del tiempo: el óculo (la rendija de luz) evidencia el paso
del tiempo y sirve para medirlo. Adriano aprovecha la oportunidad oficial de
representar el sistema de dominio, para satisfacer su deseo de un reloj, y de
paso recordarnos con el frio, el calor y la lluvia, nuestra contingencia. En
Roma se construyen dos esferas, una que nos engaña porque parece cobijar y no
cobija y otra donde se teatraliza a diario la suerte de estar vivo.
Esferas abiertas, círculos de piedra abiertos al
cielo, el enigmático Tholos ¿tenía techo?, esferas polifémicas, máquinas del
tiempo, esferógrafos para consignar los cambios, ábacos de las metamorfosis,
instrumentos esféricos para evidenciar el movimiento celeste, ortopedias
políticas para asegurar el proceso de identificación con el grupo (o
super-grupo) a base de salir-de-nosotros-mismos.
La esfera abierta desintegra la micro-esfera
individual y arma el tinglado de la macro-esfera política. El agujero en la esfera
permite salir (trascender) lo individual hacia las alturas y entrar el flujo
viscoso del poder imperial disfrazado de inmanencia. La luz divina se introduce
en la esfera en forma de rayo espiritual o fluido transformador de las almas
individuales que, de rebote, pueden ascender a un más allá necesario y
trascendente. Ese elevarse en la luz produce la enajenación de la conciencia
necesaria para convertir al depredador individual en un ser sumiso,
indiferenciable y encuadrado bajo el poder omnímodo del emperador, nosotros,
los esclavos, los don-nadie, carne picada para los banquetes de los señores.
La esfera cerrada es un cofre de misterios, lo
enigmático e incomprensible sostiene el poder del faraón, la sujeción queda
legitimada por el secreto. La esfera abierta produce en las masas un electroshock
terapéutico, previo y necesario para las lobotomías que se necesitan para la
seguridad del poder.
La Rotonda es incluso el símbolo más perfecto que un
poeta neoplatónico puede inventar para representar la concepción contradictoria
del mundo. Los dos modelos el teocéntrico y el geocéntrico quedan
admirablemente integrados en un solo gesto poético. ¿Quién era el poeta?
¿Adriano o quizás Apolodoro de Damasco, el arquitecto? Probablemente este
último, arquitecto dispuesto a sufrir el castigo merecido por los arquitectos, negro
destino implacable para el bardo que prostituye su arte poniéndolo al servicio
del amo. Quizás por eso fue ejecutado, se dice, por el orgullo de aquel celoso
emperador.
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