¿Por
qué el colectivo de autodenominados arquitectos debería hacer un acto público,
serio y sincero de autocrítica?
Usar
la palabra “Arquitectura” es cuanto menos una ligereza y cuanto más un sinsentido.
Arquitectura se ha usado para significar cosas como el Partenón de Atenas, las
pirámides de Teotihuacán, la catedral de Burgos, y hasta el barrio de La
Rochelambert, demasiadas cosas. Esta palabra tenía un significado claro y
preciso en otros tiempos, antes de la batalla de Verdún, donde murió el Arte (tradicional)
-como bien sabían Tzara y los suyos-, entonces se refería a aquella actividad,
artística sin duda, áulica, que servía, básicamente, para ensalzar a grandes
personajes heroicos, creencias metafísicas, o más adelante, vanidades
burguesas. Nunca existió una “arquitectura” dirigida a los pobres o no se llamó
así.
Después
de la Primera Guerra Mundial la necesidad de estabilidad de los poderes
dominantes planteó la reconstrucción de los centros urbanos devastados, y el
albergue urgente de las masas populares. Fue una época de grandes novedades e
innovaciones, así surgió, por ejemplo, el tan cacareado Movimiento Moderno que
venía con nuevas ideas sobre la vivienda y el urbanismo, principalmente
estilísticas, utilitarias, elaboradas con una ideología pequeño-burguesa, idealista
e individualista; funcionales se decía, aunque los profesionales fueran
incapaces de asegurar mínimamente la habitabilidad de las nuevas viviendas
dirigidas expresamente a sus clientelas naturales (véase al respecto la
correspondencia entre la Sra. Savoye y Le Corbusier).
Tras
la Segunda Guerra Mundial, todavía profesionales de la mal llamada arquitectura
proponían soluciones que nacían impregnadas de retórica metafísica, místicas
trasnochadas importadas del Antiguo Régimen sin ser conscientes de ello,
idealismos y nostalgias de revoluciones soñadas y que muy pronto fueron
fácilmente retorcidas, simplificadas, traicionadas y utilizadas con fines
mercantiles. El “menos es más”, consigna y lema de modernidad, vino a
significar “menos inversión, más beneficios”, y se impuso el crimen organizado,
la caza de los millones, el negocio inmobiliario, que llenó las ciudades de
“cajas de zapatos” (funcionales) y “little boxes”, donde fueron hacinados los
pobres. El flamante urbanismo sirvió para destruir el patrimonio que aún
quedaba en pie, depredar el territorio y destruir sin piedad el paisaje y la
naturaleza en aras del turismo masificado, convirtiéndose con la complicidad de
las administraciones, simplemente, en un instrumento para poner precio al suelo.
Desde entonces los profesionales, unos más otros menos, nos entregamos sin
condiciones, con gran entusiasmo y embriagados de sueños retrógrados, a los
intereses de la mafia especulativa.
Cuando
mi padre se moría en el hospital compartía habitación con un señor de Peñaflor
que también estaba muy malito. Este tenía casi siempre un buen número de
familiares de visita. En una ocasión salimos al pasillo a fumar un cigarrillo
(todavía se fumaba en los pasillos del hospital) y charlando alguien me
preguntó a qué me dedicaba, “soy arquitecto” le dije. En ese momento la abuela,
una señora muy viejecita, dio un respingo hacia atrás y mirándome, de una forma
que no he podido olvidar, me dijo: “entonces Ud. es de los que se queda con el
dinero de la gente”. Nuestra complicidad con el negocio, nuestro servicio a los
especuladores, nuestros estúpidos sueños en el arte, en la arquitectura que ya
nada era, nos ha reportado entre el público una reputación nefasta. Por todo
esto no deberíamos seguir usando la palabra ni llamarnos arquitectos. Hemos
sido el chin-pan-pun del sistema. A estas alturas la profesión tiene síntomas
de necrosis, parece estar en vías de extinción, y no busquemos culpables, solo
nuestra es la culpa.
Con
cuánta razón el primer artículo del manifiesto comunista exigía la abolición de
la propiedad privada de la tierra: cuando el valor del suelo donde se construye
supera ampliamente el valor de lo construido, la labor del profesional se
trivializa; en un proceso productivo cuya mercancía es el suelo construible, no
le queda otra que prostituirse para subsistir. Todavía quedan los monumentos al
dinero y espectáculos para la exaltación de políticos y personajes de baja
estofa, para alimentar los fantasmas oníricos de fama, gloria y fortuna de nuestros
desventurados jóvenes.
Mucho
se ha construido en los últimos años, pero el pensamiento arquitectónico que
subyace a la realidad material de un millón de viviendas, que han quedado
torpemente vacías, es trivial, deleznable, repetitivo, convencional y muerto.
¿Qué se ha innovado? ¿Qué se ha aprendido con esa práctica? ¿De qué ha servido al conocimiento la fabricación
de todos esos edificios? ¿Ha mejorado la vida de la gente? Los arquitectos y
arquitectas, por mucho que se justifiquen, se han puesto al servicio de los
negociantes o vanamente para satisfacer la vanidad de políticos y personajes
impresentables, por motivos exclusivamente lucrativos. Todos sus trabajos solo
han servido para llenar de dinero el bolsillo de indeseables. Profesionales
prostituidos han utilizado lo que quedaba de la mal llamada arquitectura para
hacerse ricos…aún quedan grupos ejemplares de héroes que mueren de inanición,
intoxicados por inciensos estupefacientes de místicas trasnochadas. Si la
profesión se desentiende de los ciudadanos, de su felicidad, del placer, del
futuro, ¿para qué sirve? La única salvación que nos queda, si todavía estamos a
tiempo, es realizar una sincera autocrítica por haber construido una ciudad
atroz, impía e inhumana, y como decía, no culpen a nadie más.
Para
terminar, me gustaría citar a Andrés Rubio, que en su libro La España fea, el mayor fracaso de la
democracia, propone que se exija a los profesionales un juramento a
semejanza del hipocrático de los médicos:
JURAMENTO
VITRUVIANO PARA ARQUITECTOS
-
Los arquitectos deben jurar utilizar sus
conocimientos para evitar el mal planeamiento y los procesos especulativos en
la construcción de la ciudad que provocan la injusticia espacial.
-
No accederán a las pretensiones de los que
busquen la administración de venenos (los promotores que compran a la baja la
firma de profesionales de la arquitectura para edificar proyectos dañinos,
tantas veces innecesarios e inútiles en el territorio supra-construido).
-
Pasarán su vida y ejercerán su profesión
con honestidad, inocencia y pureza (los preceptos humanísticos de buena fe –bona fide- de espiritualidad,
responsabilidad y cooperación social.
-
No
tendrán otro objetivo que el bien de los usuarios, las líneas de deseo de la
gente.
-
Se librarán de cometer voluntariamente
acciones corruptoras.
-
Se abstendrán de intervenir por sí mismos
en el espacio público mientras no alcancen la experiencia, sensibilidad,
conocimiento del medio y conocimiento técnico necesarios.
-
No se venderán a los promotores ni
mentirán con ellos.
-
No firmarán proyectos que contribuyan a la
crisis climática del planeta.
-
Se centrarán preferentemente en la
rehabilitación de lo ya construido como vía para el decrecimiento.
-
No colaborarán con dictaduras.
Sevilla 1 de febrero de 2024